22/7/09

Kampala

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Cuando volvimos al coche el chofer estaba dormido pero rápidamente se incorporó y nos dirigimos a Kampala.
Aunque el primer día ya habíamos estado allí de paso para cambiar dinero, queríamos ver la ciudad con algo más de detenimiento y hacer algunas compras, todo en un plan bastante relajado.
En Kampala otra alternativa a los matatus es moverse en boda boda, las típicas motos taxi que por poquísimo dinero te llevan donde sea; puedes escoger ir tu solo con el chófer o incluso tres en una moto.
Pudimos ver de camino a nuestro primer destino modernos y altos edificios, como en todas las grandes capitales, con sus innumerables coches y gentío de un lado para otro. Gente de vestimentas de oficina mezclada con otras con los típicos y coloridos vestidos tradicionales de Uganda. Muchas furgonetas o matatus llevando y dejando gente de un lado a otro.
Muy pocos turistas vimos en comparación con otras capitales africanas en unas calles donde se respiraba un ambiente relajado.


















Le dijimos a nuestro taxista que nos llevara primero al Mercado Artesanal, que está al lado del Teatro Nacional, un lugar oficial de venta de artesanías expresamente enfocado al turismo donde uno puede comprar cualquier recuerdo de Uganda, desde camisetas, máscaras, tambores, collares, pinturas, telas…
El mercado artesanal es un lugar abierto y despejado con una especie de plaza que dispone de una serie de casetas de ladrillo dispuestas en círculo que se abren al público a través de porches.















Allí pudimos comprar alguna camiseta con alguna referencia a Uganda, que no habíamos visto prácticamente en todo el viaje. También compramos algunas cosas para nuestros hijos, entre ellas una máscara tribal y un enorme mortero de los que habíamos visto por los caminos y poblados de Uganda.
En este mercado sólo habíamos visto tres turistas más, prácticamente estábamos solos.
Después de estar una hora en esta zona artesanal, nos dirigimos al Mercado Nakasero fundado en 1927. Un mercado de comestibles principalmente. Está dividido en dos partes; la zona exterior que comprende varias construcciones alrededor de la principal y que también forman parte del mercado y un núcleo central que es la parte dominante del mismo.















Enfrente de la entrada de la zona principal cruzando la calle, hay un anexo donde predominaban las frutas. Nos internamos en los pasillos de este anexo entre el colorido y la alegría de las frutas. Aquí, a diferencia de los endebles puestos rurales, algunas dependientas se entretenían leyendo libros o prensa local mientras llegaban los clientes. Nos adentramos por otros pasillos más estrechos y vimos que también había gran cantidad de gallinas enjauladas.
Al doblar una esquina Uganda nos obsequió una vez más con una estampa bella y maravillosa; la imagen única de una joven kampalesa lanzando suavemente arroz al aire desde una bandeja plateada nos dejó fascinados, incluso me atrevería decir que conmovidos. Sentada en una pequeña silla agitaba sus brazos mientras su cara quedaba parcialmente cubierta por un velo blanco formado por pequeños granos de arroz en suspensión.
Después de deambular por un par de pasillos más, conseguimos recobrar nuestra inquietud y nuestro pulso, ya que habíamos estado convalecientes durante algunos minutos por una nueva variante del Síndrome de Stendhal.



















Al salir de esta primera parte del mercado vimos como varios hombres descargaban cajas de plátanos, quizá los mismos plátanos que vimos cargar penosamente en sus bicis a “aquellos” campesinos del camino.
Cruzamos la calle y nos dirigimos a la parte principal del mercado. Esta parte oficial lucia un letrero con la fecha de antigüedad del mercado (1927). En el exterior de la lonja figuraban pastelerías, recipientes de plástico y ferreterías.
En el interior, el género que primaba por encima de los demás eran las legumbres multicolores de Uganda. También vimos grandes sacos de arroz y algunos rincones con cazuelas humeantes donde se preparaban comidas. No faltaban tampoco cebollas, patatas, maíz, trigo, plátanos y pasta multicolor.
En algunos puestos laboriosas mujeres, a veces acompañadas de sus hijos y otras solas, limpiaban judías verdes o guisantes.













Gran cantidad de frutos secos, algunos con formas desconocidas, ocupaban grandes cestas de mimbre. Un poco más allá multitud de especias se exponían al los compradores cerca de los sacos de la diferentes harinas de trigo, maíz y soja.
En fin, un mercado muy colorido y vistoso, como todos los de Uganda. El mejor lugar para tomarle el pulso a un pueblo o ciudad, y sin duda el mejor momento para observar y hablar con la gente.

Después de una hora por este mercado decidimos irnos a comer. Habíamos pensado hacerlo en Kampala y para ello habíamos mirado alguno de la Lonely Planet, pero no lo teníamos muy claro. Así que le preguntamos al taxista, este nos recomendó el restaurante hindú Haandi Restaurant. Cualquier cosa nos parecía bien ya que a estas alturas ya estábamos un poco cansados de la comida de Uganda.















Era la una y cuarto de la tarde y habíamos estado en un pueblo de pescadores del lago Victoria y nos había dado tiempo para ver parte del ambiente de Kampala. Aunque había mucho que ver en Kampala, como las tumbas de los reyes Kasubi, el Museo Nacional de Uganda o el famoso jardín botánico de Entebbe ….. Decidimos que el poco tiempo que nos quedaba en Uganda lo dedicaríamos a disfrutar despacio, dándonos un pequeño homenaje a ritmo “slow”, suave y contemplativo.













Nos dirigimos al restaurante hindú, todo un acierto; gran cantidad de platos en las cartas, especificando cuales eran picantes y cuales no, todos deliciosos y bien presentados. Algo más caro que la media del país pero muy barato comparado con cualquier restaurante europeo, buen café y postres de ensueño. Muy acogedor en la decoración y con personal hindú principalmente. Fue el lugar de Kampala donde más turistas vimos.
Pasamos un par de horas recordando detalles del viaje y haciendo alguna llamada a nuestros peques en una de las mesas luminosas que daban a la ventana. Contemplamos la ciudad desde los ventanales, lejos ya de aquellos maravillosos caminos polvorientos.













Volvimos a Entebbe donde pasaríamos nuestras últimas horas en Uganda en el maravilloso y encantador jardín del Airport Guesthouse Entebbe, lleno de pequeñas aves exóticas, árboles y flores tropicales y una alfombra verde de suave césped. Construido también mirando al interior con todas las habitaciones orientadas al jardín central, destaca el bellísimo porche situado en la entrada del comedor que hace las veces de pórtico gracias a dos magníficas columnas talladas en madera que dejan ver las formas de dos nativas llevando vasijas de agua en la cabeza.
Las tres horas de luz que quedaban las pasamos en este jardín, Marga escribiendo y dibujando en su diario de viaje y yo, a ratos reflexionando y a ratos tomando fotos de flores, aves y escarabajos gigantes que pasaban por allí.
Tres horas completas de relax absoluto y sol incansable.
















Nuestro avión saldría a la una de la madrugada del aeropuerto de Entebbe donde nuestros billetes de avión online no eran reconocidos en el mostrador, por lo que nos pusieron a mano las tarjetas de embarque y los tickets de identificación de las maletas.
No llegó ninguna al aeropuerto de Barajas, aunque cinco días después llegaron sanas y salvas. Al parecer se quedaron en El Cairo en la pequeña escala que hicimos o quizá salieron con retraso de Entebbe. Ya era difícil que llegaran con las etiquetas bien puestas como habíamos comprobado en el viaje de ida, así que con estas escritas a mano, que se perdieran las maletas era hasta lógico.
Incluso en el transcurso de espera, mientras intentaban reconocer nuestros billetes online, colocaron nuestras maletas en otra cinta diferente a la de nuestro vuelo. Esta se empezó a mover y ya se iba nuestro equipaje sin ninguna etiqueta a los laberínticos interiores del aeropuerto de Entebbe. Menos mal que nos dimos cuenta y ante nuestro apuro paró la cinta una de las chiquitas que se pintaba las uñas de los pies detrás de un mostrador.















Todo esto estaba por llegar, mientras nosotros disfrutábamos de las últimas horas del sol de Uganda, con unas ganas locas de ver a nuestros hijos, sobre todo al pequeño Hugo, que era el único que en realidad nos echaba de menos.

En las horas que pasamos en aquel jardín nos dio tiempo a reflexionar sobre muchas cosas. El viaje finalizaba y todo había salido perfecto a parte de algún imprevisto siempre asumible en estos viajes.
Nuestra capacidad de sorpresa, ya curtida en otras experiencias, había sido sobrepasada una vez más. Sé que podríamos estar viniendo a África mil veces más y no nos cansaríamos de sus maravillosas gentes, su fauna hermosamente salvaje y sus tierras inimaginables hasta que no las ves.






















Me preguntaba que me daba viajar, que me aportaba para ponerme a pensar en el siguiente viaje o destino nada más llegar a España sin haber siquiera asimilado el anterior. Recordaba que los viajes me regalaban experiencias únicas cuando uno se mueve en otras culturas. Pero no era esta la respuesta, de hecho no estoy seguro de saber de donde viene esta necesidad.
Si sé que cuando estoy fuera, cada día, hora o segundo es intensísimo, me hace sentir más vivo y estoy en un estado permanente de alerta y felicidad. Alerta ante todo lo nuevo; caras, acentos, olores, paisajes, nuevas formas de saludar, tocar, vivir la vida. Y también sé que esta dulzura no sólo la siento mientras viajo, sino que puede ser igual o más intensa cuando estoy planeando el viaje, sobre todo cuando ya tengo las llaves (billetes) del mismo y ya no hay vuelta atrás; ya hay aventura pase lo que pase. Esa sensación de aquello desconocido o misterioso que nos espera.


















Por eso el viaje dura meses cuando la cabeza se “pasea” de vez en cuando por el destino o cuando esta mira y recuerda con gran intensidad lo vivido una vez en casa. Y dura años o toda una vida porque la esencia del viaje queda para siempre en el viajero.
A veces no sé si necesito más el viaje en si que saber que voy a realizarlo, y aunque muchos “viajes” pequeños me alegran la vida como el simple hecho de pasear por el campo cercano a mi casa, también disfruto de otras maneras de ver la vida.













Aunque intuyo algo, todavía no sé del todo por qué necesito viajar, por qué me llena tanto. Todavía no tengo una coartada. Sé que me intriga muchísimo como la gente hace su vida de otra manera, como sus hogares son diferentes, sus comidas, sus anhelos… Y hasta el polvo de las casas es diferente, sí he dicho el polvo:
Unos amigos nuestros recibieron hace dos años la visita de unos amigos suyos australianos, estos vivían en mitad del campo en su país, rodeados de ovejas y otros animales. Estos amigos españoles eran como la media de los españoles, siempre con sus salones primorosamente limpios e impolutos, incluso por encima de la media europea que suele ser más funcional.

Un día la pareja australiana miraba con la boca abierta como sus anfitriones barrían el salón. Preguntaron intrigados que era lo que barrían ya que el suelo parecía listo para comer un huevo frito de lo limpio y brillante que parecía. Ellos en su rancho tenían además de ovejas, vacas y demás fauna, mucho polvo, polvo fuera y polvo dentro, y no entendían que se pudiera barrer la nada.













Somos tan diferentes incluso en el “mundo civilizado”, hay tanta riqueza en las diferentes maneras de vivir hasta en el pueblo de al lado…
Supongo que al final todo se reduce a curiosidad, de no mirarnos el ombligo, de saber que lo nuestro no es lo mejor. Somos uno más entre muchos. Que el medio nos condiciona muchísimo. Que si fuéramos nórdicos hablaríamos inglés fluidísimo porque las 180.000 horas de televisión y cine que llevamos vistas, las hubiéramos visto en versión original desde bebés, y hubiéramos aprendido sin enterarnos como ellos, y sin enterarse no entienden porqué a nosotros nos cuesta tanto.
En fin hay tantas diferencias y a la vez ninguna.


















Un precioso ejemplar de Red-chested Sunbird de plumaje multicolor se posó en una rama floreada del jardín del Guesthouse, mis divagaciones y pensamientos se esfumaron. Agarré con firmeza mi cámara y disparé una de mis últimas fotos a uno de los animales de Uganda que tanto nos habían hecho disfrutar.

Sí, todavía estaba en Uganda, y los últimos rayos del sol africano eran más sentidos que otros días. Quería ser consciente de estos últimos momentos, no sabíamos cuando sería la próxima vez que este sol se encontraría de nuevo con nosotros en este continente. Cuando otra vez veríamos el fascinante y salvaje paisaje de África y nuestros ojos cruzarían miradas con sus gentes. Cuando bailaríamos de nuevo con ellos.
Cada viaje es un milagro, un capítulo en el corto viaje que es la vida, y cada capítulo es un prodigio de magia.

Esta vez la magia la habíamos sentido en Uganda y Ruanda a través de las fantásticas tierras que dan origen al Nilo y el hechizo de las selvas Virungas hogar de los gorilas de montaña.
Unas tierras todavía a salvo de la más feroz civilización, unas tierras inmaculadas y libres a pesar de los estragos del hombre. Aun continúan muchas zonas de África tal como las encontraron los primeros exploradores. Una tierra auténtica, de lo poco que nos queda sin adulterar. Una tierra que te llama, incluso cuando uno ya no está te sigue llamando a través de recuerdos y flashes de paisajes, fauna y gentes amables y duras.















Pero sobre todo esta tierra te llama directamente al corazón y te dice: “aquí esta tu casa, donde todavía el cielo es cielo, el agua es agua y la tierra es tierra, donde los animales viven todavía en libertad y la selva es selva, donde te puedes asomar a como era el mundo hace muchísimos años, y donde el hombre no ha torturado todavía todo el paisaje”.
Una tierra donde el hombre aún es hombre, expuesto todavía al medio con todas sus flaquezas y esperanzas. Una tierra a la que siempre querrás volver, incluso donde algunos querríamos vivir. Una tierra "donde no se barre la nada".


gtrevice



Uganda - Ruanda en cinco minutos


Uganda Rwanda 2009 from gtrevice on Vimeo.

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